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        西語(yǔ)閱讀:《一千零一夜》連載三十八 1

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        PERO CUANDO LLEGÓ LA 856 NOCHE
            Schahrazada dijo:
            “Y había llevado a la casa la trinca en cuestión, de la que Kasín no podría servirse, y allí había espe­rado el regreso de su amo. En po­cas palabras, ella le puso al corrien­te de lo que pensaba hacer, plan que el leñador aprobó manifestando al mismo tiempo la admiración que sentía por su ingenio.
            A la mañana siguiente, la dili­gente Morgana fue a ver al mis­mo vendedor de drogas y, con ros­tró lleno de lágrimas y con muchos suspiros, le pidió una droga que de ordinario sólo se da a los en­fermos moribundos, añadiendo: “Si este remedio no le cura, se ha perdido toda esperanza”; y al mismo tiempo tuvo cuidado de informar a todos las vecinos del barrio de la supuesta gravedad de Kasín, el her­mano de Alí Babá. Al día siguente por la mañana, cuando las gentes del barrio se despertaron, al oír gritos y lamentaciones, no dudaron de que eran proferidos par la esposa de Kasín, por la esposa del hermano de Kasín; por la joven Morgana y por todos los parientes, para así anun­ciar la muerte de Kasín.
            Durante este tiempo, Morgana continuó realizando su plan dicién­dose: “Hija mía, no todo consiste en hacer pasar una muerte violen­ta por una muerte natural, ya que además hay un gran peligro: de­jar que las gentes se den cuenta de que el dífunto está cortado en seis trozos” Sin tardanza, corrió a casa de a un viejo zapatero re­mendón del barrío, que no lo conocía y, saludándole, le puso en la mano un dinar de oro y le dijo.: “¡Oh jeique Mustafá, tu trabajo me es necesario!” El viejo remendón que era hombre de naturaleza alegre, respondió: “¡Oh día luminoso, ben­dito por tu venida, oh rostro de lu­na! ¡Habla oh mi dueña, y te res­ponderé con la obedienda!” Morga­na le dijo: “¡Oh, mi tío Mustafá! ¡Levántate y ven conmigo, pero antes coge lo necesario para coser cuero!” Cuando él hizo lo que ella le pedía, tomó un pañuelo y ven­dándole los ojos, le dijo: “¡Es condición imprescindible! ¡Sin esto no hacemos nada!”; pera el zapatero gri­tó: “¡Oh joven ¿quieres que por un dinar reniegue de la fe de mis pa­dres o cometa algún robo o crimen extraordinario?” La joven le cortes­tó: “¡Alejado sea el maligno, oh jei­que! ¡Tranquiliza tu conciencia! No es nada de lo que imaginas, pues solo se trata de hacer una costura.” Mientras hablaba le puso en la mano una segunda pieza de oro que con­venció al remendón.
            Morgana le cogió de la mano, con los ojos ya vendados, y le llevó a la casa de Alí Babá y allí le quitó el pañuelo y mostrándole el cuerpo del difunto, cuyos miembros ella misma había reunido, le dijo:' “Te he tráído aquí de la mano a fin de que cosas los seis trozos que ves”; y como el jeique retrocediese espantado, la ani­mosa Morgana le puso una nueva moneda de oro en la mano y le pro­metió otra más si hacía el trabajo rápidamente, lo que decidió al zapa­tero a ponerse a trabajar. Cuando concluyó la costura, Margana le volvió a vendar los ojos y despúés de darle la recompensa prometida, le dejó, apresurándose a regresar a su casa, volviendo la vista de vez en cuando para ver si era observada por el zapatero.
            Una vez que llegó, tomó el cuer­po reconstruido de Kasín, lo perfumó con incienso y lo amortajó ayudada por Alí Babá. Y para evi­tar que los hombres que trajeran las parihuelas sospechasen nada, ella misma fue por ellas pagando genero­samente. Después, siempre ayudada por Alí Babá, puso el cuerpo en la caja mortuoria y la recubrió con te­las adecuadas. Mientras tanto, llega­ran el imán y demás dignatarias de la mezquita, y cuatro vecinos carga­ron las parihuelas sobre sus hom­bros; el imán se puso a la cabeza del cortejo seguido por los lectores del Corán.
            Morgana, iba tras los portado­res llorosa y gimiente, golpeándose el pecho y mesándose los cabellos, en tanto que Alí Babá cerraba, la marcha, acompañado de algunos ve­cinos. Así llegaron al cementerio mientras que en la casa de Alí Babá las mujeres dejaban oír sus lamenta­ciones y gritos de dolor.
            La verdad de aquella muerte que­dó al abrigo de toda indiscreción, sin que persona alguna sospechase lo más leve de la funesta aventura.
            Por lo que respecta a los cua­renta ladrones, durante un mes se abstuvieron de volver a su refu­gio por temor a la putrefacción de los abandonados restos de Kasín, pero una vez que regresaron, su asombro no tuvo límites al no en­contrar los despojos de Kasín, ni se­ñal alguna de putrefacción. Esta vez reflexionaron seriamente acerca de la situación, y finalmente, el jefe de los cuarenta, dijo: “Sin duda hemos sido descubiertos y se conoce nues­tro secretos si no lo remediamos prontamente, todas las riquezas que nosotros y nuestros antecesores he­mos acumulado con tantos trabajos y peligros, nos serán arrebatadas por el cómplice del ladrón que hemos castigado. Es preciso que sin pérdida de tiempo matemos al otro, para lo que hay un solo medio, y es, que alguien que sea a la vez el más astu­to y audaz, vaya a la ciudad disfra­zado de derviche extranjero, y, usan­do de toda su habilidad, descubra quién es aquel al que nosotros hemos descuartizado y en qué casa ha­bitaba. Todas estas pesquisas deben ser hechas con gran prudencia, ya que una palabra de más podría com­prometer el asunto y perdemos a todos sin remedio, Estimo que aquel que asuma este trabajo debe compro­meterse a sufrir la pena de muerte si da pruebas de ineptitud en el cum­plimieto de su misión.” Al momen­to, uno de los ladrones, exclamó: “Me ofrezco para la empresa y acep­to las condiciones.” El jefe y sus camaradas le felicitaron colmándole de elogios y, disfrazado de derviche extranjero, partió rápidamente.
            El bandido entró en la ciudad y vio que todas las casas y tiendas es­taban todavía cerradas a causa de lo temprano de la hora; únicamente la tienda del jeique Mustafá, el remen­dón, estaba abierta, y el zapatero, con la lezna en la mano, se disponía a arreglar una babucha de cuero de color de azafrán; al levantar la mira­da y ver al derviche, se apresuró a saludarle. Éste le devolvió el saludo y se admiró de que a su edad tuviese tan buena vista y manos tan expertas. El anciano, muy halagado y satisfe­cho, respondió: “¡Oh derviche! ¡Por Alah, que todavía puedo enhebrar la aguja al primer intento y puedo co­ser los seis trozos de un muerto en el fondo de un sótano poco iluminado!” El ladrón-derviche, al oír es­tas palabras, se alegró mucho y ben­dijo su destino que le conducía por el camino más corto hacia el logro de su misión, y aprovechando la ocasión, simuló asombro y exclamó: “¡Oh faz de bendición! ¿Seis trozos de un hombre? ¿Qué es lo que quie­res decir? ¿Es que en este país tenéis la costumbre de cortar a los muertos en seis pedazos y coserlos después?”
            El jeique Mustafá se echó o reír y respondió: “¡No, por Alah! Aquí no se acostumbra hacer eso, pero yo sé lo que me digo y tengo muchas ra­zones para decirlo, mas por otra par­te, mi lengua es corta y esta mañana no me obedece.” El derviche-ladrón comenzó a reír, no tanto por el aire con que el remendón pronunciaba sus frases, como por atraerse su favor, y haciendo ademan de estrechar su mano, le dio una pieza de oro, diciendo: “¡Oh padre de la elocuen­cia! ¡Oh tío! ¡Que Alah me guarde de meterme donde no debo, pero si en mi calidad de extranjero puedo dirigirte una súplica, ésta será que me hagas la gracia de decirme don­de se levanta la casa en cuyo só­tano cosiste los restos del muerto!” .
            Ei viejo remendón; respondió: “¡Oh jefe de los derviches! No podré indicártela, ya que yo mismo no la conozco. Sólo sé que, con los ojos vendados, fui conducido a ella por una joven embrujadora que hace las cosas coa una celeridad pasmosa. Sin embargo, si me vendasen los ojos de nuevo, podría encontrar la casa guiándome por las cosa que palpé con mis manos durante el camino; porque debes saber, sabio derviche, que el hombre ve con sus dedos co­mo con sus ojos, sobre todo si su piel no es tan dura como la de los cocodrilos. Por mi parte, tengo en­tre los clientes, cuyos honorables pies calzo, muchos ciegos clarividentes, gracias al ojo que tienen en cada dedo, pues no todos han de ser como el malvado barbero que todos los viernes me rapa la cabeza despelle­jándome atrozmente, ¡que Alah le maldiga!”
            En este momento de su narración, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.
            PERO CUANDO LLEGO LA 857 NOCHE
            Dijo Schahrazada:
            “El derviche-ladrón, exclamó: “¡Benditos sean los pechos que te han alimentado y ojalá puedas enhe­brar la aguja durante mucho tiem­po y calzar, pies honorables, oh jei­que de buen augurio! ¡No deseo na­da, más que seguir tus indicaciones, a fin de que me ayudes a encontrar la casa en la que suceden cosas tan prodigiosas!”
            El jeique Mustafá se levantó y el derviche le vendó los ojos, le llevó a la calle de la mano y mar­cho a su lado hasta la misma ca­sa de Alí Babá, ante la cual, Mus­tafá, le dijo: “Ciertamente es ésta; reconozco la casa por el olor que exhala a estiércol de asno y por este pedruzco que ya he pisado en otra ocasión.” El ladrón, muy contento, se apresuró a hacer una señal en la puerta de la casa con un trozo de tiza, antes de quitarle la venda al remendón. Después; mirando con agradecimiento a su compañero, le gratificó con otra pieza de oro y le prometió que le compraría las ba­buchas que necesitase hasta el fin de sus días; acto seguido, se apresuró a tomar el camino der bosque para ir a anunciar a su jefe el descubrí­miento que había hecho, pero como ya se verá, el ladrón no sabía que corría derecho a ver saltar su ca­beza sobre sus hombros.
            En efecto, la diligente Morgana salió para ir a comprar provisiones y a su regreso del mercado notó que sobre la puerta había una mar­ca blanca; y examinándola con atención, pensó: “Esta marca no se ha hecho ella sola y la mano que la ha hecho no puede ser sino una mano enemiga, por lo que es pre­cisa, conjurar el maleficio”; y, co­rriendo a buscar un trozo de yeso, hizo una señal exactamente igual en las puertas de todas las casas de la calle; a derecha e izquierda. Cada vez que hacía una marca, dirigiéndose al autor de la primera señal, mentalmente, decía; “¡Los cin­co dedos de mi mano derecha en tu ojo izquiierdó, y los de mi mano izquierda en tu ojo derecho!”; por­que sabía que no hay fórmula más poderosa para conjurar las fuerzas invisibles, evitar los maleficios, y ha­cer caer sobre la cabeza del maldi­ciente las calamidades, ya sufridas o inminentes.